“Viajo para que los demás me pierdan de vista. Entonces les escribo para que vuelvan a encontrarme”
Pierre Foglia.
“He descubierto que no hay forma más segura de saber si amas u odias a alguien que hacer un viaje con él”
Mark Twain
Por: Enzo Borroni Ricardi.
A la Zurano la conocí un mediodía soleado de noviembre del año pasado en la calle Arturo Prat. Estaba con Gregorio Angelcos, se habían conocido en San Juan, y ahora nos disponíamos a un viaje, al igual que el Gran Capitán. La cita era en el litoral central, Vicente Huidobro, los ropajes que de él deben quedar en su ataúd y un guardia sacado de un film de Stanley Kubrick, nos esperaban.
Algo unía a estos dos poetas, un tren, un viaje, uno para llegar a Misiones, el otro para recoger sus huesos en su cama de cemento en Cartagena.
El Gran Capitán de Valería Zurano, tal como ella dice es una crónica al litoral, una bitácora de lo que se logra ver y lo que está al doblar la esquina del ojo izquierdo.
Parte con un adiós de un personaje clandestino, despedida de un él o la, que no sabemos su procedencia ni el código genético de su sombra.
Sus brazos largos, son dos rieles por donde el longevo tren de sus imágenes bajarán al infierno a preguntar si acaso las escritura eterniza, entendiendo al ser humano como la palabra más notablemente inventada, y el viaje, el tren por donde se escabullen las preguntas que a medida las estaciones pasan, llegan y se quedan como respuestas.
El destino es un oráculo sin dueño, “Las cartas del azar intentan jugar la suerte del viaje, como si fuera el destino, que aún les perteneciera, cuando el destino ya está en otras manos”. cita Zurano
Esta crónica se escribe con ojos, gargantas y oídos. Este relato en donde la realidad y la ficción se entrelazan en una nuevo orden, son tan auténtica como la del resto de los pasajeros.
La materia se pasea con sus átomos y al registrarse en el hotel del cuerpo toman formas humanas. Por ejemplo el Calor funciona como el torturador del viaje, pero también da la calma angustiosa de la inmovilidad y entrega el catalejo mágico que acerca el rostro de los pasajeros y así el primer contacto de quienes también viven su propio viaje.
La sed de los pasajeros es otro martirio. La imagen del oasis aparece justamente cuando logran apagar ese maldito asesino de gargantas y lenguas secas crucificadas al paladar “Algunos encontraron el refugio en la pileta donde enjuagarse, y atesorar el agua para dormir delante del grifo, olvidando que detrás hay otros en la fila con bocas sedientas, con niños llorando, con la vista perdida en algún charco”
Repleto de personajes anónimos que solo son un cuadro en la edición de esta película emitida por las ventanillas de un tren: niños arrojando piedras a los vagones, bichos con sus ojos linternas, ríos salvajemente construidos, milanesas fermentadas, el chico gay del balde azul y sus guantes amarillos que limpian el baño, un niño accidentado que mancha con su sangre las botellas, las bolsas y los zapatos, un grupo de boys scouts, un hombre de saco pidiendo colaboración en nombre de un grupo de desamparados, manzanas como grifos de agua, heladeros que no parecen vendedores de helados Picolé, los Ferreira o Norma y sus hijos, la tía Encarnación o el tío Tito o la voz baja de la abuela llamando pájaros o una estación de cualquier mundo, fuera de este mundo.
La hégira de Mesopotamía junto a los hinchas del popular club Chacarita Juniors, que dan el carácter de devoto a esa ceremonia religiosa que es cruzar miles de kilómetros en estos retorcidos huesos de hierro buscando la mano bendita de “Gauchito” “Entonces entre la muchedumbre que desciende tres imágenes de Gauchito van de hombro en hombro y todos se reconocen, y la pasión los une a esperar un micro hasta el santuario y peregrinar siempre en nombre de otros. Porque sus nombres están olvidados porque la fe los deja ciegos. Porque a veces dar la gracias, a veces es costumbre”
Durante todo el viaje habla del peregrino, de un acompañante, de quien quedó en el andén, de quien llegará a su encuentro cuando el recorrido acabe, ese otro yo que busca salir o diluirse en el nuevo mensaje humano “El viaje incesante de buscar un nombre. La necesidad de nombrarlos… un nombre, para decir la identidad, que nos han robado” para más adelante proseguir “el rostro se refleja en el vidrio de la ventanilla. Ambas nos miramos. En la miseria de estos huesos flacos, en el movimiento continuo del vagón, en esta triste cuna del rincón olvidado, sintiendo el hombre que crece dentro de las tripas”.
Este es un viaje lleno de dolor, miseria, infiernos, pero siempre hay un espacio para invitar al “muerto” a buen relajo… el Entrevagones, digno nombre para un bar en un tren que atraviesa la itinerario de la vida, ofrece el aire que allá dentro está viciado por el calor, es la zona para vivir la palabra, conversar de fútbol, fumar, hacerte el macho o tomar vino. Son pasajeros entregados a la experiencia de la vejez del tren, pero como siempre es el destino quien cobra la cuenta.
Se bajan los conocidos, los que conociste y los por conocer, muchos no llegan al final del viaje. Las miserias y sus brazos, -dice la Zurano- son brazos que entran y mendigan, son estás manos que me cuelgan de los hombros, son los hombros que llevan y arrastran, es el peso infinito de comprender que los objetos se gastan, que la ropa se hace harapos y siempre son los harapos colgados de la soga”.
Cuando el otro yo se entrega a si misma, deja en claro su propia despedida “Déjame que estruje junte a mi pecho la desolada idea de no volver a vernos nunca más. Esta flor desmayada en la forma cilíndrica de mis manos, es la triste oración que me queda para traerte a la memoria. No volveremos”. Y prosigue “Llevo dentro de una pequeña caja la luz menguante de la luna de esta niña que he buscado por los trapecios de la infancia”.
Pero la despedida trae el renacimiento buscado “Dejaste un caracol sobre mi pecho para que en su recorrido marcara los límites donde se fundaría mi pueblo…Ese es el diminuto espacio donde un pueblo fundo mi pecho”.
El final es una visión de nostalgia sobre lo experimentado en este viaje de los santos y el demonio, con manos harapientas y encostradas, con dolor de gente que habita los entre espacios del recorrido y no sabemos si fueron ciertos o partes de nuestro sueño “Es así como poco a poco vamos separándonos cuando creíamos haber llegado y descendemos. Aún las mariposas agonizan, moviendo en forma lenta las alas. Despacio el ala recorre el aire donde vuelve a olerse el perfume triste de la despedida”
Un heladero sin cara de vendedor de helados Picolé me dijo haber visto a la Zurano camino a la Estación Mapocho. Dicen que fue a dejar a Huidobro con destino a Cartagena, el poeta todavía no pierde la costumbre de ir a dejarse rosas negras los domingos.
Pierre Foglia.
“He descubierto que no hay forma más segura de saber si amas u odias a alguien que hacer un viaje con él”
Mark Twain
Por: Enzo Borroni Ricardi.
A la Zurano la conocí un mediodía soleado de noviembre del año pasado en la calle Arturo Prat. Estaba con Gregorio Angelcos, se habían conocido en San Juan, y ahora nos disponíamos a un viaje, al igual que el Gran Capitán. La cita era en el litoral central, Vicente Huidobro, los ropajes que de él deben quedar en su ataúd y un guardia sacado de un film de Stanley Kubrick, nos esperaban.
Algo unía a estos dos poetas, un tren, un viaje, uno para llegar a Misiones, el otro para recoger sus huesos en su cama de cemento en Cartagena.
El Gran Capitán de Valería Zurano, tal como ella dice es una crónica al litoral, una bitácora de lo que se logra ver y lo que está al doblar la esquina del ojo izquierdo.
Parte con un adiós de un personaje clandestino, despedida de un él o la, que no sabemos su procedencia ni el código genético de su sombra.
Sus brazos largos, son dos rieles por donde el longevo tren de sus imágenes bajarán al infierno a preguntar si acaso las escritura eterniza, entendiendo al ser humano como la palabra más notablemente inventada, y el viaje, el tren por donde se escabullen las preguntas que a medida las estaciones pasan, llegan y se quedan como respuestas.
El destino es un oráculo sin dueño, “Las cartas del azar intentan jugar la suerte del viaje, como si fuera el destino, que aún les perteneciera, cuando el destino ya está en otras manos”. cita Zurano
Esta crónica se escribe con ojos, gargantas y oídos. Este relato en donde la realidad y la ficción se entrelazan en una nuevo orden, son tan auténtica como la del resto de los pasajeros.
La materia se pasea con sus átomos y al registrarse en el hotel del cuerpo toman formas humanas. Por ejemplo el Calor funciona como el torturador del viaje, pero también da la calma angustiosa de la inmovilidad y entrega el catalejo mágico que acerca el rostro de los pasajeros y así el primer contacto de quienes también viven su propio viaje.
La sed de los pasajeros es otro martirio. La imagen del oasis aparece justamente cuando logran apagar ese maldito asesino de gargantas y lenguas secas crucificadas al paladar “Algunos encontraron el refugio en la pileta donde enjuagarse, y atesorar el agua para dormir delante del grifo, olvidando que detrás hay otros en la fila con bocas sedientas, con niños llorando, con la vista perdida en algún charco”
Repleto de personajes anónimos que solo son un cuadro en la edición de esta película emitida por las ventanillas de un tren: niños arrojando piedras a los vagones, bichos con sus ojos linternas, ríos salvajemente construidos, milanesas fermentadas, el chico gay del balde azul y sus guantes amarillos que limpian el baño, un niño accidentado que mancha con su sangre las botellas, las bolsas y los zapatos, un grupo de boys scouts, un hombre de saco pidiendo colaboración en nombre de un grupo de desamparados, manzanas como grifos de agua, heladeros que no parecen vendedores de helados Picolé, los Ferreira o Norma y sus hijos, la tía Encarnación o el tío Tito o la voz baja de la abuela llamando pájaros o una estación de cualquier mundo, fuera de este mundo.
La hégira de Mesopotamía junto a los hinchas del popular club Chacarita Juniors, que dan el carácter de devoto a esa ceremonia religiosa que es cruzar miles de kilómetros en estos retorcidos huesos de hierro buscando la mano bendita de “Gauchito” “Entonces entre la muchedumbre que desciende tres imágenes de Gauchito van de hombro en hombro y todos se reconocen, y la pasión los une a esperar un micro hasta el santuario y peregrinar siempre en nombre de otros. Porque sus nombres están olvidados porque la fe los deja ciegos. Porque a veces dar la gracias, a veces es costumbre”
Durante todo el viaje habla del peregrino, de un acompañante, de quien quedó en el andén, de quien llegará a su encuentro cuando el recorrido acabe, ese otro yo que busca salir o diluirse en el nuevo mensaje humano “El viaje incesante de buscar un nombre. La necesidad de nombrarlos… un nombre, para decir la identidad, que nos han robado” para más adelante proseguir “el rostro se refleja en el vidrio de la ventanilla. Ambas nos miramos. En la miseria de estos huesos flacos, en el movimiento continuo del vagón, en esta triste cuna del rincón olvidado, sintiendo el hombre que crece dentro de las tripas”.
Este es un viaje lleno de dolor, miseria, infiernos, pero siempre hay un espacio para invitar al “muerto” a buen relajo… el Entrevagones, digno nombre para un bar en un tren que atraviesa la itinerario de la vida, ofrece el aire que allá dentro está viciado por el calor, es la zona para vivir la palabra, conversar de fútbol, fumar, hacerte el macho o tomar vino. Son pasajeros entregados a la experiencia de la vejez del tren, pero como siempre es el destino quien cobra la cuenta.
Se bajan los conocidos, los que conociste y los por conocer, muchos no llegan al final del viaje. Las miserias y sus brazos, -dice la Zurano- son brazos que entran y mendigan, son estás manos que me cuelgan de los hombros, son los hombros que llevan y arrastran, es el peso infinito de comprender que los objetos se gastan, que la ropa se hace harapos y siempre son los harapos colgados de la soga”.
Cuando el otro yo se entrega a si misma, deja en claro su propia despedida “Déjame que estruje junte a mi pecho la desolada idea de no volver a vernos nunca más. Esta flor desmayada en la forma cilíndrica de mis manos, es la triste oración que me queda para traerte a la memoria. No volveremos”. Y prosigue “Llevo dentro de una pequeña caja la luz menguante de la luna de esta niña que he buscado por los trapecios de la infancia”.
Pero la despedida trae el renacimiento buscado “Dejaste un caracol sobre mi pecho para que en su recorrido marcara los límites donde se fundaría mi pueblo…Ese es el diminuto espacio donde un pueblo fundo mi pecho”.
El final es una visión de nostalgia sobre lo experimentado en este viaje de los santos y el demonio, con manos harapientas y encostradas, con dolor de gente que habita los entre espacios del recorrido y no sabemos si fueron ciertos o partes de nuestro sueño “Es así como poco a poco vamos separándonos cuando creíamos haber llegado y descendemos. Aún las mariposas agonizan, moviendo en forma lenta las alas. Despacio el ala recorre el aire donde vuelve a olerse el perfume triste de la despedida”
Un heladero sin cara de vendedor de helados Picolé me dijo haber visto a la Zurano camino a la Estación Mapocho. Dicen que fue a dejar a Huidobro con destino a Cartagena, el poeta todavía no pierde la costumbre de ir a dejarse rosas negras los domingos.
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